Sorprendentemente aprendió el bosque a sobrevivir podrido y en
enfermedad.
Se mantenía en este estado como el mas normal de los suyos.
Desarrolló habilidades extraordinarias para ocultar su
penoso estado.
Se llenó de capas de brillo plástico y fosforescente para
deslumbrar la realidad.
Llegó incluso a estar orgulloso de su putrefacción.
El resto de los montes quisieron imitarle.
Pronto todos ellos vivían corrompidos e infectados.
Pero era lo mas normal.
Era demasiado normal.
Eran las partículas de aire viejo y muerto las que de
repente una y otra vez de manera incansable infectaban todo aquello a lo que se
acercaban.
Llegaron a pensar que estar verde y frondoso era la
verdadera enfermedad.
Un día y por accidente una pequeña llama empezó a arder.
El hambre del fuego crecía cuanto mas engullía, cuanta mas
podredumbre devoraba.
Y entonces aprendió el bosque al incendiarse a brillar.
La frenética violencia con la que se abrasaba el bosque
hacia la luz mas brillante y preciosa.
Y entonces aprendió
el bosque al incendiarse a
brillar.
Y cuanto más dolor por las quemaduras el fuego le producía
mas alivio y liberación sentía.
Y entonces aprendió el bosque que solo ardiendo podía
brillar.
Que única y exclusivamente podía iluminar su alrededor y a
los de su alrededor cuando se calcinaba.
Y su luz era un baño de luz y esperanza en el que uno
hubiera deseado quedarse atrapado.
Aprendió el bosque al incendiarse que sus cenizas, caldo de la muerte eran el
alimento de la vida.
Aprendió el bosque al incendiar que su tierra árida y gris estaba
ahora llena de nuevas y diferentes oportunidades.
Aprendió el bosque al incendiarse a brillar.